Ponerse de pie. Una y otra vez. Soltar una mano y ver cómo te sostienes, o caer. Reír por el intento, por poder volver a probar. Agarrarte a ese límite que te separa de la amplitud del mundo para que duermas, y usarlo para ejercitar tu habilidad para explorarlo. Así es como te relacionas con la madera que rodea a tu cuna y que has convertido en la típica barra enganchada a un espejo de las clases de baile.
Un lugar al que agarrarse para ampliar tu repertorio de movimientos, para retrasar el momento de coger el sueño. Para alargar el día doblando y estirando las rodillas, el prólogo de un salto repetido hasta la saciedad de tu sonrisa. Sonrisa saciada. Eso es, ese momento, una alegría que alimenta, que alimentas.